sábado, 6 de junio de 2020

Treinta y uno de mayo


Realidades de hoy.
Recuerdos de ayer.


Suena el tercer toque. A esta hora Él debería estar saliendo de la iglesia para iniciar la procesión.

Pero este año no.

Este año Él no saldrá en procesión. Este treinta y uno de mayo nuestro Patrón no saldrá en procesión. Recuerdo aquel treinta y uno de mayo en el que sí salió en procesión pero en el que nadie imaginábamos lo que ocurriría pocos meses después.

¡Qué silencio! La distancia de seguridad impide que hablemos entre nosotros.

Dos personas en el primer banco, una en el segundo, dos en el tercero… y así hasta los dieciocho bancos por fila. Poco más de cincuenta personas...

Vacía. La iglesia está vacía. ¡Y debería estar llena!

 A una misa del día del Cristo, en condiciones normales, asistirían trescientos fieles o más.

¡El silencio impera! ¡Impresiona!

La primera misa del Cristo que recuerdo es de hace ochenta y cuatro años. Yo era una niña. La ceremonia en la antigua iglesia me marcó. La recuerdo con viveza, puede que sea por ser uno de los primeros recuerdos que atesoro, en mi retina quedó la figura el cura oficiando de espaldas a los feligreses, un cura enorme, al menos a mí así me lo parecía, posiblemente por ser yo muy pequeña.

Pero lo que más quedó impreso en mi memoria fueron los acontecimientos que ocurrieron semanas más tarde. Ver como destrozaban el órgano de la iglesia y como los chicos simulaban procesiones tocando sus trompetas. Ver como sacaban las imágenes arrastrándolas. Ver cómo les arrancaban la cabeza. Ver como quemaban los cuerpos inertes de esos Santos ante los que días atrás nos postrábamos rezándoles y rogándoles concedieran favor a nuestras plegarias.

¡Bestias!

Ya sale don Pedro. Casi noventa años y sigue al pie del cañón. Es incombustible. Es el Cura, con mayúscula, del pueblo. Toda una vida oficiando en nuestra parroquia. Este hombre ya no se jubila, el día que Dios lo llame a su lado seguramente se encuentre detrás del altar y caiga fulminado. Ojala ocurra dentro de muchos años.

Se respira tristeza, pena, pesadumbre, melancolía... Diría que hasta Cristo tiene un rictus de pesar. Su rostro parece reflejar el sentimiento de tantos y tantos fieles a su fiesta que no han podido venir a compartir misa con Él, a compartir la procesión, a compartir el jolgorio, a compartir las vivencias de los últimos doce meses con todos los que procedemos de este rincón conquense y ser partícipes de la alegría de verse un año más. Hoy las mascarillas ahogan nuestro lamento.

Viendo a estas cincuenta personas ataviadas como un equipo quirúrgico se me antoja que son personal médico dispuesto a socorrer a Jesús crucificado para evitar su sufrimiento y su  muerte. Profesionales de hospital dispuestos a darlo todo por Él, como los sanitarios lo han estado dando por todos los enfermos que les han llegado, lo han dado todo, algunos incluso la vida, como Él la dio por nosotros.

En el treinta y seis nadie se atrevió a dar la cara por Él. Atreverse podría significar perder la vida. Días después de aquel treinta y uno de mayo toda España se precipitó al abismo.

Y llegó el dieciséis de mayo del año siguiente y no hubo ni fiesta ni procesión.

Y llegó el cuatro de junio del treinta y ocho y lo mismo. No había curas. No había fieles. No había imágenes.

Ya acabada la guerra volvió la tradición, pero sin talla, sin figura. En procesión, los fieles que quedaron, sacaron como icono un cuadro con una foto de la imagen que tres años atrás había ardido ante la diabólica acción de aquellos reaccionarios.

Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas.” Ellos empezaron a hablar en otras lenguas, nosotros tenemos la boca tapada por estas mascarillas que apagan nuestras palabras. ¡Qué contraste entre lo que ocurrió en Pentecostés y lo que nos ocurre hoy! Hoy cuanto menos hablemos con los demás mejor, más seguros estaremos.

Es curioso que en la Lectura aparezcan juntas las palabras fuego y hablar, dos palabras que unen acontecimientos con ochenta y cuatro años de distancia.

¿Esta mañana, en la primera misa, habría el mismo número de personas que ahora?

Que poca gente estamos en el pueblo… ¡Y cuánta gente se ha quedado en casa sin poder venir! Vuelos cancelados, trenes parados, coches confinados en su provincia de residencia… Es el tiempo de la pandemia.

Qué día de fiesta más triste…

Pero me siento alegre porque nadie quemará esta vez la imagen de mi Santísimo Cristo de los Pastores, porque sé que Él nos protege, porque confío en que todo esto pase y el año que viene, el veintitrés de mayo, la iglesia estará llena a rebosar, todos los fieles a nuestro Santo Cristo podrán venir a acompañarlo en su fiesta y, que Dios me lo conceda, yo pueda ver a mi Cristo frente a la puerta de mi casa para pedirle que me deje vivir un año más.

¡Viva el Santísimo Cristo de los Pastores!