Realidades de hoy.
Recuerdos de ayer.
Suena el tercer toque. A esta hora Él debería estar saliendo
de la iglesia para iniciar la procesión.
Pero este año no.
Este año Él no saldrá en procesión. Este treinta y uno de
mayo nuestro Patrón no saldrá en procesión. Recuerdo aquel treinta y uno de
mayo en el que sí salió en procesión pero en el que nadie imaginábamos lo que
ocurriría pocos meses después.
¡Qué silencio! La distancia de seguridad impide que hablemos
entre nosotros.
Dos personas en el primer banco, una en el segundo, dos en el
tercero… y así hasta los dieciocho bancos por fila. Poco más de cincuenta personas...
Vacía. La iglesia está vacía. ¡Y debería estar llena!
A una misa del día
del Cristo, en condiciones normales, asistirían trescientos fieles o más.
¡El silencio impera! ¡Impresiona!
La primera misa del Cristo que recuerdo es de hace ochenta y
cuatro años. Yo era una niña. La ceremonia en la antigua iglesia me marcó. La
recuerdo con viveza, puede que sea por ser uno de los primeros recuerdos que
atesoro, en mi retina quedó la figura el cura oficiando de espaldas a los
feligreses, un cura enorme, al menos a mí así me lo parecía, posiblemente por
ser yo muy pequeña.
Pero lo que más quedó impreso en mi memoria fueron los
acontecimientos que ocurrieron semanas más tarde. Ver como destrozaban el
órgano de la iglesia y como los chicos simulaban procesiones tocando sus trompetas. Ver como
sacaban las imágenes arrastrándolas. Ver cómo les arrancaban la cabeza. Ver
como quemaban los cuerpos inertes de esos Santos ante los que días atrás nos
postrábamos rezándoles y rogándoles concedieran favor a nuestras plegarias.
¡Bestias!
Ya sale don Pedro. Casi noventa años y sigue al pie del
cañón. Es incombustible. Es el Cura, con mayúscula, del pueblo. Toda una vida
oficiando en nuestra parroquia. Este hombre ya no se jubila, el día que Dios lo
llame a su lado seguramente se encuentre detrás del altar y caiga fulminado.
Ojala ocurra dentro de muchos años.
Se respira tristeza, pena, pesadumbre, melancolía... Diría
que hasta Cristo tiene un rictus de pesar. Su rostro parece reflejar el
sentimiento de tantos y tantos fieles a su fiesta que no han podido venir a
compartir misa con Él, a compartir la procesión, a compartir el jolgorio, a compartir
las vivencias de los últimos doce meses con todos los que procedemos de este
rincón conquense y ser partícipes de la alegría de verse un año más. Hoy las
mascarillas ahogan nuestro lamento.
Viendo a estas cincuenta personas ataviadas como un equipo
quirúrgico se me antoja que son personal médico dispuesto a socorrer a Jesús
crucificado para evitar su sufrimiento y su
muerte. Profesionales de hospital dispuestos a darlo todo por Él, como
los sanitarios lo han estado dando por todos los enfermos que les han llegado,
lo han dado todo, algunos incluso la vida, como Él la dio por nosotros.
En el treinta y seis nadie se atrevió a dar la cara por Él.
Atreverse podría significar perder la vida. Días después de aquel treinta y uno
de mayo toda España se precipitó al abismo.
Y llegó el dieciséis de mayo del año siguiente y no hubo ni
fiesta ni procesión.
Y llegó el cuatro de junio del treinta y ocho y lo mismo. No
había curas. No había fieles. No había imágenes.
Ya acabada la guerra volvió la tradición, pero sin talla,
sin figura. En procesión, los fieles que quedaron, sacaron como icono un cuadro
con una foto de la imagen que tres años atrás había ardido ante la diabólica acción
de aquellos reaccionarios.
“Entonces aparecieron
lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron
todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas.” Ellos
empezaron a hablar en otras lenguas, nosotros tenemos la boca tapada por estas
mascarillas que apagan nuestras palabras. ¡Qué contraste entre lo que ocurrió
en Pentecostés y lo que nos ocurre hoy! Hoy cuanto menos hablemos con los demás
mejor, más seguros estaremos.
Es curioso que en la Lectura aparezcan juntas las palabras
fuego y hablar, dos palabras que unen acontecimientos con ochenta y cuatro años
de distancia.
¿Esta mañana, en la primera misa, habría el mismo número de
personas que ahora?
Que poca gente estamos en el pueblo… ¡Y cuánta gente se ha
quedado en casa sin poder venir! Vuelos cancelados, trenes parados, coches
confinados en su provincia de residencia… Es el tiempo de la pandemia.
Qué día de fiesta más triste…
Pero me siento alegre porque nadie quemará esta vez la
imagen de mi Santísimo Cristo de los Pastores, porque sé que Él nos protege,
porque confío en que todo esto pase y el año que viene, el veintitrés de mayo,
la iglesia estará llena a rebosar, todos los fieles a nuestro Santo Cristo podrán
venir a acompañarlo en su fiesta y, que Dios me lo conceda, yo pueda ver a mi
Cristo frente a la puerta de mi casa para pedirle que me deje vivir un año más.
¡Viva el Santísimo Cristo de los Pastores!