El silencio es el ruido más fuerte,
quizá el más fuerte de todos los ruidos.
Miles Davis.
Otro día nublado. La temperatura es agradable. No da frío al
salir de casa.
Las aves están despertando.
Cerca se oye el arrullo de una paloma. Los gorjeos de los
gorriones, que están por doquier, inundan la calle. Revolotean por una vía
desierta de tráfico y de personas.
Se respira paz.
A lo lejos se oye el zumbido de algún motor, lejano, extraño,
fuera de lugar en este concierto aviar. Son las siete y media de la mañana y en
circunstancias normales el sonido del tráfico debería ser ya atronador.
Atronador y estridente. Estridente por romper el silencio de la ciudad,
silencio que estoy descubriendo en estos días de confinamiento.
Recuerdo un artículo que leí sobre el que llamaba “efecto
omega”, que hablaba de que algo que tenemos cotidianamente, en nuestras vidas a
diario, no lo notamos, no somos conscientes de su existencia, solo nos damos cuenta de su existencia cuando
dejamos de tenerlo. Como el ruido de la ciudad. No somos conscientes de él,
estamos acostumbrados a convivir con él. Incluso somos capaces de dormir con
él. Pero desde hace más de cuarenta días ese ensordecedor ruido de fondo, pero
imperceptible en nuestra vida cotidiana anterior, ha desaparecido y nos permite
escuchar otros sonidos que antes no éramos conscientes de su existencia.
La sinfonía continúa: El arrullo de la paloma, el trinar de
los pájaros, el graznido de una urraca, el gorjeo de los verdecillos...
Silencio. Paz. Naturaleza. Y esta sensación tan agradable de
humedad en un nuevo amanecer nublado.
A esta hora no pasa nadie por la calle. No me cruzo con
nadie al ir a tirar la basura. En pocos minutos empezarán a circular los coches
de las pocas personas que ahora trabajan fuera de casa y que entran a las ocho,
se oirá un pico de estruendo de los motores de sus coches, del autobús que baja
por la avenida a las ocho menos cuarto. Pero a esta hora no se oye más que la
naturaleza, esa con la que deberíamos fundirnos en comunión, en simbiosis, para
que tanto ella como nosotros nos beneficiáramos, y no deberíamos tratarla como
la tratamos, como nuestro huésped, el huésped de estos parásitos de la Tierra
que parece que estamos resultando ser los humanos. ¿Será este virus la defensa
de lo que algunos llaman Gaia?
Antes del confinamiento caminaba veinte minutos para ir al
trabajo y veinte para volver a casa. Ahora solo camino los diez escasos que
empleo en ir a tirar la basura, de casa a los contenedores y vuelta.
Cuando vuelva a casa me esperan siete horas sentado en casa
teletrabajando. Son los tiempos del confinamiento por la pandemia. Medio mes de
marzo marzo y abril completo confinados en casa, sin poder salir, sin poder
pasear, sin poder nadar, sin poder correr… Los que nos gusta hacer deporte nos
hemos tenido que inventar e improvisar circuitos caseros, como el que hago dos
veces por semana, ciento veinte vueltas durante media hora para correr cinco
kilómetros. Si no nos mata el virus nos va a matar el tedio y el colesterol.
Ahí va un coche, gira en la rotonda para ir al centro. Este
ha madrugado.
Y la gente está ahí, en sus casas, confinados, agazapados,
atrincherados, luchando contra el virus con la única arma que nos han
proporcionado: escondernos de él. Se asoman furtivamente a las ventanas de sus
casas a las ocho de la tarde para aplaudir a los sanitarios, o al menos esa es
la excusa, porque, la impresión que se da es que se sale a ver a los vecinos de en
frente, a observar sus bizarros chándales de deporte casero, a ver al que
aplaude, a ver al que no lo hace, a murmurar cómo los que viven allá, en el piso
aquel, no salen a la ventana y se asoman tímidamente por detrás de la cortina,
cómo los de acullá parece que estén aplaudiendo como si acabasen de ver “La
bohème”… Es el único acto social que nos ha quedado permitido.
¿Y las noches?
En las primeras horas de la noche los sonidos cambian. Cesan
las aves y el relevo lo cogen los perros. Se oyen en la lejanía ladridos
alternos. Ladra uno bronco. Contesta otro agudo. Replica un ladrido rápido de
patas cortas. De fondo algún motor. Un maullido ocasional. El zumbido del
transformador eléctrico que da servicio a mi calle, cuyo sonido he descubierto
en este confinamiento del estruendo del mundo humano.
Y paz.
Paz al alba. Aún no ha salido el sol y ya vuelvo a casa
después de dejar mis desperdicios en el punto de recogida.
Paz también cuando las luces del ocaso se apagan y las
sombras inundan las calles iluminadas por las tenues farolas.
Pronto esto acabará y no podré disfrutar de estas sensaciones,
pero durante el poco tiempo que las he tenido las he bebido a sorbos cortos,
saboreando lentamente su extraña textura agridulce: sentir la paz por un lado y
el miedo al contagio por otro.