jueves, 30 de abril de 2020

Confinados



El silencio es el ruido más fuerte,
quizá el más fuerte de todos los ruidos.
Miles Davis.


Otro día nublado. La temperatura es agradable. No da frío al salir de casa.

Las aves están despertando.

Cerca se oye el arrullo de una paloma. Los gorjeos de los gorriones, que están por doquier, inundan la calle. Revolotean por una vía desierta de tráfico y de personas.

Se respira paz.

A lo lejos se oye el zumbido de algún motor, lejano, extraño, fuera de lugar en este concierto aviar. Son las siete y media de la mañana y en circunstancias normales el sonido del tráfico debería ser ya atronador. Atronador y estridente. Estridente por romper el silencio de la ciudad, silencio que estoy descubriendo en estos días de confinamiento.

Recuerdo un artículo que leí sobre el que llamaba “efecto omega”, que hablaba de que algo que tenemos cotidianamente, en nuestras vidas a diario, no lo notamos, no somos conscientes de su existencia, solo  nos damos cuenta de su existencia cuando dejamos de tenerlo. Como el ruido de la ciudad. No somos conscientes de él, estamos acostumbrados a convivir con él. Incluso somos capaces de dormir con él. Pero desde hace más de cuarenta días ese ensordecedor ruido de fondo, pero imperceptible en nuestra vida cotidiana anterior, ha desaparecido y nos permite escuchar otros sonidos que antes no éramos conscientes de su existencia.

La sinfonía continúa: El arrullo de la paloma, el trinar de los pájaros, el graznido de una urraca, el gorjeo de los verdecillos...

Silencio. Paz. Naturaleza. Y esta sensación tan agradable de humedad en un nuevo amanecer nublado.

A esta hora no pasa nadie por la calle. No me cruzo con nadie al ir a tirar la basura. En pocos minutos empezarán a circular los coches de las pocas personas que ahora trabajan fuera de casa y que entran a las ocho, se oirá un pico de estruendo de los motores de sus coches, del autobús que baja por la avenida a las ocho menos cuarto. Pero a esta hora no se oye más que la naturaleza, esa con la que deberíamos fundirnos en comunión, en simbiosis, para que tanto ella como nosotros nos beneficiáramos, y no deberíamos tratarla como la tratamos, como nuestro huésped, el huésped de estos parásitos de la Tierra que parece que estamos resultando ser los humanos. ¿Será este virus la defensa de lo que algunos llaman Gaia?

Antes del confinamiento caminaba veinte minutos para ir al trabajo y veinte para volver a casa. Ahora solo camino los diez escasos que empleo en ir a tirar la basura, de casa a los contenedores y vuelta.

Cuando vuelva a casa me esperan siete horas sentado en casa teletrabajando. Son los tiempos del confinamiento por la pandemia. Medio mes de marzo marzo y abril completo confinados en casa, sin poder salir, sin poder pasear, sin poder nadar, sin poder correr… Los que nos gusta hacer deporte nos hemos tenido que inventar e improvisar circuitos caseros, como el que hago dos veces por semana, ciento veinte vueltas durante media hora para correr cinco kilómetros. Si no nos mata el virus nos va a matar el tedio y el colesterol.

Ahí va un coche, gira en la rotonda para ir al centro. Este ha madrugado.

Y la gente está ahí, en sus casas, confinados, agazapados, atrincherados, luchando contra el virus con la única arma que nos han proporcionado: escondernos de él. Se asoman furtivamente a las ventanas de sus casas a las ocho de la tarde para aplaudir a los sanitarios, o al menos esa es la excusa, porque, la impresión que se da es que se sale a ver a los vecinos de en frente, a observar sus bizarros chándales de deporte casero, a ver al que aplaude, a ver al que no lo hace, a murmurar cómo los que viven allá, en el piso aquel, no salen a la ventana y se asoman tímidamente por detrás de la cortina, cómo los de acullá parece que estén aplaudiendo como si acabasen de ver “La bohème”… Es el único acto social que nos ha quedado permitido.

¿Y las noches?

En las primeras horas de la noche los sonidos cambian. Cesan las aves y el relevo lo cogen los perros. Se oyen en la lejanía ladridos alternos. Ladra uno bronco. Contesta otro agudo. Replica un ladrido rápido de patas cortas. De fondo algún motor. Un maullido ocasional. El zumbido del transformador eléctrico que da servicio a mi calle, cuyo sonido he descubierto en este confinamiento del estruendo del mundo humano.

Y paz.

Paz al alba. Aún no ha salido el sol y ya vuelvo a casa después de dejar mis desperdicios en el punto de recogida.

Paz también cuando las luces del ocaso se apagan y las sombras inundan las calles iluminadas por las tenues farolas.

Pronto esto acabará y no podré disfrutar de estas sensaciones, pero durante el poco tiempo que las he tenido las he bebido a sorbos cortos, saboreando lentamente su extraña textura agridulce: sentir la paz por un lado y el miedo al contagio por otro.




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