Tu firma te representa en documentos escritos.
¿Es sincera tu firma?
¡Qué cara me ha puesto!
¡Y la vergüenza que me ha dado!
He de controlar mejor mis reacciones…
La verdad es que me ha parecido curiosa su firma. ¡Curiosa
por decir algo! Ver a un señor de unos cincuenta años firmar con su nombre y
una simple rúbrica me ha parecido raro y, digamos, gracioso.
¡Si parecía la firma de un niño de cinco años!
Y no he podido reprimir mi comentario. “Firmar en el aparato
éste de digitalización es difícil, fíjese en que firma le ha salido. ¡Si parece
la firma de mi hijo que tiene cinco años! ¿Quiere cambiarla?”
¡Cómo me ha clavado los ojos! Mi sonrisa se ha congelado. Se
ha convertido en una mueca grotesca. ¡Esos ojos negros clavados en los míos,
ese gesto serio…!
Y me ha dicho: “Prefiero ser un niño de cinco años y tener
la ilusión de los cinco años, a esconderme detrás de una imagen artificial que
intente esconder lo que no se puede ni siquiera disimular. La firma representa
a la persona. Yo estoy orgulloso de ser quien soy, de ser como soy y de cómo me
llamo. Mi vida es como mi firma: soy como aparento y no aparento lo que no soy.
¿Usted también puede decir lo mismo?”.
Me he quedado en blanco. La grotesca mueca dibujada en mi
cara. He apartado la mirada para no sentir la suya en el centro de mi cerebro,
como si supiera que en ese momento estaba sintiéndome la persona más ridícula
del mundo. He mirado a la pantalla del ordenador, donde estaba la firma, y en
ella he vuelto a ver el trazo de un niño: fresco, sincero, abierto,
transparente…
He vuelto mi mirada a su cara. Su gesto no había cambiado.
Sus ojos seguían clavados en los míos. Esperando una respuesta a su pregunta:
“¿Usted puede decir lo mismo?”.
Mi conciencia en ese momento me ha contestado: “¡No, no
puedes decir lo mismo!”.
Simplemente le he contestado: “Disculpe, no siempre se ve
una firma como la suya, estoy acostumbrada a verlas diferentes. A todos los
clientes les hago la misma pregunta ¿Está conforme entonces?”.
Él simplemente ha asentido. Le he dado a aceptar y le he
dicho que el proceso de digitalización de firma estaba finalizado y que si
deseaba hacer otra gestión. Simplemente me ha contestado “Nada más, señorita” y
se ha levantado y se ha marchado.
Cuando se iba ha vuelto la cabeza y me ha mirado. En su
gesto me ha parecido ver la cara de un niño. Un niño grande, feliz, ilusionado,
divertido… He visto mi firma junto a la suya en el documento que me ha devuelto
la impresora. Me he sentido mayor. Me he sentido artificial. He recordado la de
veces que ensayé mi firma para hacerla sofisticada… ¡Y él simplemente pone su nombre
y lo rubrica!
He sentido envida.
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