viernes, 18 de agosto de 2017

Don Caradura

Quien no sabe pedir
no sabe vivir.



Dieciocho de agosto. En quince días me voy al pueblo.

Ya no habrá mucha gente, pero aun quedará el fin de semana de la romería y de la feria con los toros.

Tengo que llamar a Bécquer para pedirle la casa. Yo creo que no he hablado con él desde la fiesta del Cristo, pero es que no lo soporto.

Tendré que hacerme el simpático aunque no me salga de dentro. No me apetece nada, me da mucha pereza.

No es santo de mi devoción, pero como no tengo casa me tengo que buscar la vida para poder ir al pueblo y éste con poco que le diga seguro que me la deja, como todos los años.

La verdad es que sale bien tener un amigo así. Hace todo lo que le solicito y me pide poco, y a lo poco que me pide intento escaquearme para no hacérselo.

No es muy listo, no. Así no se puede ir por la vida, si haces todo lo que te piden consigues que se aprovechen de ti. Favores hay que hacer los justos, que aunque creas que no te perjudicas siempre que haces uno sales perdiendo.

Por eso cuando Bécquer me pide algún favor eludo hacérselo. Se lo hago cuando ya no tengo más remedio, cuando tengo que pedirle yo alguna cosa; así evito que me diga que no, no vaya a ser que aprenda y empiece a negarme cosas que necesito, como su casa en el pueblo, que si no me la deja no me puedo pasar los quince días de vacaciones allí.

Este fin de semana tengo que llamarlo y tratarlo de amigo. La táctica es la de siempre, yo no sé cómo no se da cuenta de que lo único que me une a él es lo que de él obtengo. Si no fuera por su casa… ¡Ni lo saludaría! Pero merece la pena hacer el sacrificio y tener casa gratis para mí y mi familia en el pueblo. ¡Sale a buen precio!

Siempre le digo lo mismo: “Si te tengo que dar algo por los quince días dímelo.” Siempre contesta lo mismo: “¿Qué te voy a pedir a ti? Con que me la dejes limpia cuando te vayas es suficiente.” ¡Conmovedor!

Recuerdo que un año, cuando le dije que si le tenía que dar algo, me dijo que le llevase una ensaimada, que hacía mucho que no la comía y que las de aquí son las mejores. Ese año se me olvidó llevársela. ¡Que cabeza la mía! No notó mi ironía cuando le dije que me la había dejado en casa, encima de la mesa de la cocina, que con las prisas para ir al aeropuerto se me había olvidado. ¡Vergonzoso! No se puede ser más tonto, yo creo que se lo hace…

Voy a poner una nota en el frigorífico para llamarlo mañana, el día uno quiero estar allí y cuanto antes se lo diga mejor, no vaya a ser que piense quedarse más este año. Me gusta que mi familia y yo estemos solos en su casa y cuanto antes se lo diga mejor, para que vaya organizándose y se vaya antes del treinta y uno.




domingo, 6 de agosto de 2017

La mirada al horizonte

La luna y tu destino comparten
tu mirada al horizonte.


Ya se empieza a ver. El orto lunar coincide con el ocaso solar. Hay luna llena.

Su silueta anaranjada va apareciendo por el horizonte. Enorme.

La dama de la noche se presenta gigantesca.

Como nuestros sueños.

Como nuestros objetivos, anhelos y deseos.

Perseguimos nuestros sueños atisbándolos en el horizonte, magnificados. Como a la luna.

¿Será eso lo que le pasó?

Se imaginó como sería su vida sin mí. Probó y experimentó a hurtadillas como sería esa nueva vida plena de deseo y lujuria.

Vislumbró en el horizonte su destino, su aparente grandioso destino.

Pero no se dio cuenta del espejismo. Pensó que esa nueva realidad, una vez en ella, sería tan maravillosa, tan estupenda, tan grandiosa como la adivinaba en el horizonte.

Ilusión. Solo tuvo una ilusión. Como lo es el tamaño de la luna cuando aparece por oriente.

Y la realidad, la curiosa realidad, es que el mayor tamaño de la luna en el horizonte es producto de nuestro cerebro, de nuestra interpretación de la realidad, de cómo creemos que son las cosas cuando las miramos.

Cómo nuestras quimeras. Cómo su quimera.

A la luna no la agranda la atmósfera, la agranda nuestro cerebro, que interpreta como más grande algo situado en el horizonte que situado en el cenit. La luna la puedo medir con mi dedo y veré que mide lo mismo cuando está saliendo, anaranjada, que cuando está encima de mí, brillante.

Fue lo que le ocurrió. Extrapoló al todo la pequeña parte que había experimentado furtivamente,  sin darse cuenta que las relaciones con determinadas personas con las que nos cruzamos en la vida son como los alucinógenos, que probados en pequeñas cantidades pueden llevarte al éxtasis  pero en grandes cantidades pueden matarte.

Pero en su ilusión vio su nueva vida, allá en el horizonte, magnífica, fastuosa, radiante…

Y una vez se ha zambullido en ella, en su nueva realidad, ha descubierto su delirio.

Pero en la travesía a su entelequia quemó las naves y no es posible el retorno.

Ahora, con la ropa empapada y la mente despejada por el frío de su existencia, mira a occidente, de donde partió, y, viéndolo también magnificado, se arrepiente de su decisión, de su irrevocable decisión.

Vive en tu luna. Yo prefiero mi tierra.