La
belleza de la naturaleza
puede
llegar a atemorizarnos
Veinticinco de enero. Hoy hace años que el cielo ardía.
Empezó en dirección a Almonacid. Eran como llamas que iban de la tierra al
cielo.
Recuerdo
que empezó una vez anocheció. Serían las ocho de la noche. Los chicos ya habían
encerrado a las ovejas.
Mi
primo, con catorce años, era el mayor de los hombres. Mi padre había sido
llamado a filas. Tenía treinta y nueve años y los hombres de hasta cuarenta
habían sido movilizados para ir al frente.
Llegó a
casa y se lo dijo a mi madre: “Tía, ¡que el cielo está ardiendo!”
Salimos
todas a la calle a verlo. Las llamas se iban extendiendo desde Almonacid hacia
El Hito.
La
gente lloraba.
Unos
decían que eran los Montes de Toledo que ardían por los bombardeos. Otros que
el frente se acercaba al pueblo.
Los
lamentos inundaban las calles.
Muchas
mujeres, presas del pánico, dejaron sus casas, cogieron a sus hijos y se fueron a pasar la noche a Las Canteras,
buscando refugio por si la aviación bombardeaba el pueblo. Pensaron que sus hijos estarían a salvo en las cuevas excavadas.
Yo
tenía 6 años. Ni mi madre ni mis hermanas ni yo dormimos esa noche.
El
cielo terminó cubriéndose de llamaradas. Llamaradas de la tierra al cielo.
Llamaradas del cielo a la tierra. Los lloros, gritos y lamentos se oyeron toda
la noche.
El año
pasado se lo recordé a mis hijos para que ellos se lo dijeran a los suyos y
nunca se olvide este fenómeno tan extraño.
Ellos
dicen que fue una aurora boreal.
Ahora
los llamaré de nuevo para que lo recuerden.
Hace
setenta y siete años el cielo ardía y
España se consumía en una guerra entre hermanos.